Memoria y olvido: ¿una dicotomía incruenta? El autor propone
algunas reflexiones en torno a la “guerra revolucionaria” en los 70, las
“democracias de la derrota” y las posibilidades actuales de sortear el
“horizonte epocal” impuesto por las dictaduras.
En su poema “Milonga de Albornoz” –musicalizado
magistralmente por el Cuarteto Cedrón– Jorge Luis Borges sentencia: “El tiempo
es olvido… y es memoria”. Una temática muy borgeana, por cierto, la del
tríptico de tiempo-memoria-olvido. “Funes, el memorioso” es, quizás, el texto
en el que Borges aborda esta problemática de un modo más incisivo. Repasando el
cuento, podríamos decir que Funes tiene un problema respecto de su capacidad
para efectuar una selección. Es decir, como lo recuerda todo, con lujo de
detalles, no puede seleccionar. No puede diferenciarse, entonces, el presente
del pasado, y por eso resulta arbitrario decir si Funes es amnésico o memorioso.
Algo similar podría pensarse respecto de las reflexiones que, desde el
psicoanálisis, pudo establecer Sigmund Freud, para quien la memoria y el olvido
eran términos estrechamente ligados, de modo tal que la memoria no es sino otra
forma del olvido, y el olvido, una forma oculta de memoria.
La memoria, entonces, es un “campo de batalla”, podríamos
agregar, parafraseando al pensador italiano Remo Bodei. La memoria no es un
simple e inocente acto de mirada retrospectiva, sino un combate, o más bien, un
lugar de conflicto, un lugar bélico, porque el “trabajo de memoria” es un
proceso social para interpretar y dar sentidos colectivos al pasado, desde las
posiciones, las pasiones y los intereses del presente.
En términos políticos, sospecho, quienes escribimos en (y
leemos) Deodoro mantenemos un consenso respecto de la importancia del
trabajo de la memoria y la necesidad de cuestionar a quienes promueven el
olvido. No es para menos, si tenemos en cuenta que “extorsionadores mediáticos”
como Jorge Lanata han pronunciado frases del tipo “me tienen harto con la
dictadura”, políticos conservadores (de derecha), como el gobernador José
Manuel De la Sota han intentado en distintas oportunidades tender un manto de
impunidad tras la consigna de “unidad nacional” (que recuerda a la
“reconciliación” propugnada por los genocidas) y procesistas de la
talla de Cecilia Pando han insistido con la necesidad de propugnar una “memoria
completa”, en una búsqueda deliberada por reinstalar la “Teoría de los dos
demonios”.
Esta posición, entonces (que podría resumirse en la
emblemática frase “Por la Memoria, la Verdad y la Justicia, Contra el Olvido y
el Silencio”), resulta evidente, y no es para menos, si tenemos en cuenta la
amnesia propuesta por los conjuradores de los cambios, los apologistas del
asesinato y los obturadores de los deseos y anhelos de transformación social.
Queda claro, asimismo, que la producción de una memoria colectiva contra el
refugio personal es una parte indispensable de las batallas sociales libradas y
por librar. Pero el olvido también es fundamental. Un olvido que suja de un
proceso de resimbolización de los hechos traumáticos que hemos vivido como
clase, como pueblo, por supuesto, muy diferente de ese otro que es producto del
ocultamiento de lo acontecido. Ya lo advirtió –claramente y hace tiempo–
Friedrich Nietzsche, cuando en el “segundo tratado” de suGenealogía de la moral aseguró
que “sin capacidad de olvido no puede haber ninguna felicidad, ninguna
jovialidad, ninguna esperanza, ningún orgullo, ningún presente”.
Polémico, el concepto de guerra ha recorrido todos los
análisis y postulados de la militancia revolucionaria de las décadas del 60 y
del 70. Ha sido, asimismo, un concepto bastardeado por las “democracias de la
derrota”. En el caso argentino, a la derrota humillante del país frente a Gran
Bretaña, en la “Guerra de Malvinas”, debemos sumarle la condena social que el
término tuvo en boca de esos mismos militares argentinos que, cobardes e
ineptos para llevar adelante una “guerra limpia”, se vanagloriaban sin embargo
de sus destrezas para implantar en suelo nacional, contra sus propios
compatriotas, la “guerra sucia”. Por las asimetrías de poder entre los bandos
enfrentados –la maquinaria terrorista del Estado Militar, incluyendo la poderosa
alianza civil sobre la que se sostenía, y el de los sectores populares en
lucha, incluyendo sus “organizaciones armadas”–, en parte, pero en gran medida
por la “operación de victimización” que el “alfonsinismo” –y la “clase
política” en general–, el “sindicalismo sobreviviente”, las “empresas
periodísticas”, los “intelectuales travestidos” y gran parte de la sociedad
realizaron sobre la figura de la militancia de la década anterior, la idea de
que el conflicto social sostenido durante dos décadas había desembocado en un
enfrentamiento que se encontraba a las puertas de una guerra civil comenzó a
ser borrado del horizonte de los debates de la época. Ernesto Sábato, su
prólogo al Informe de la CONADEP y la consigna progresista de Nunca
máscompletaron el cuadro que incluía a la idea de guerra junto con la de
demonios, desconociendo la máxima foucaultiana de que aun en tiempos de paz estamos
en guerra los unos contra los otros, porque un frente de batalla atraviesa toda
la sociedad, continua y permanentemente, poniendo a cada uno de nosotros en un
campo o en otro. Acorde con los tiempos consensuales, la afirmación
de que “no existe un sujeto neutral”, porque siempre, necesariamente, “somos el
adversario de alguien”, sostenida por Michel Foucault en La guerra en la
filigrana de la paz, fue descartada de plano durante mucho tiempo.
Reflexionando sobre estos temas, el psicoanalista argentino
Jorge Jikis ha destacado (en su ensayo “Inclemencias”, recopilado en su libro Violencias
de la memoria), que aunque los militares hayan usado la palabra “guerra” para
justificar una matanza que tuvo una amplia masa de civiles cómplices, no le
parece que haya que evitar esa palabra: “hubo una guerra aunque también haya
sido una matanza”, dice, a la vez que insiste en el hecho de que, reconocerlo,
no empareja “bandos” ni iguala nada con nada. “¿No hay algo de los vencidos, de
su identidad singular y contradictoria, que se pierde al esquivar esa
palabra?”, remata.
Visto desde aquí, el Nunca más no es pronunciado
sólo respecto del “Terrorismo de Estado”, sino también del deseo
revolucionario. Considerado totalitario, ese deseo, esas apuestas de
transformación revolucionaria de la sociedad, son colocadas en el lugar del
Otro Terrorismo. Así, la fórmula “recordar para no repetir” –señala Eduardo
Grüner en el prólogo al libro de Jikins–, no es sólo una mala teoría de la
repetición –ya que al poder no le interesa solamente reprimir, sino y
sobre todoproducir–, esa fórmula oculta detrás del Nunca más, dicha desde
el poder, puede ser también –y sobre todo– una amenaza: “Recuerden que ya
sucedió una vez, no vaya a ser que les suceda de nuevo”.
Pasado del trauma, presente del síntoma, y severa
advertencia hacia el futuro.
Cabe preguntarse entonces: ¿existen condiciones actuales
para una legitimación del olvido? De nuevo: una clase de olvido que no suponga
una “complicidad directa con la impunidad lisa y llana, la supresión negligente
de un pasado cuyos efectos no obstante nos alcanzan todavía”, como señaló hace
un tiempo Martín Kohan. Este cronista asegura que sí, que sí existen
condiciones y que tal vez ya es hora de que aportemos a construir otra
política, que tome a la memoria como una bandera contra la impunidad de ayer (y
también del presente), pero que a su vez sea capaz de aceptar la necesidad de
cierto olvido, saludable para permitir la apertura de un espacio de creación de
nuevas condiciones, ya no para mejorar las condiciones de vida actuales, sino
para replantear el esquema del orden económico, político y social reinante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario